¡Pobre Jesús!
Aquí hay papanoeles que sudan bajo el disfraz invernal que los castiga y nacimientos de Belén hechos de cartón piedra mientras la gente escucha villancicos y las tiendas venden como nunca y a los pavos les vuelan las cabezas en un holocausto de huidas y plumas y hay una masacre paralela de pollos bendecidos y ofertas que no se repetirán y ferias repentinas que cesarán el 26 de diciembre, alabado sea el Señor.
Y muchas ratas blancas atronadoras, cielos que se iluminan con la pólvora, fuegos santos que te revientan los oídos. ¡Aleluya!
Y todo para recordarnos, dicen, el nacimiento de un niño que, ya crecido, se indignó con los mercaderes que merodeaban las sinagogas, con los hipócritas que juzgaban más el tener que el ser y con el establecimiento y la jerarquía que roma había impuesto con la anuencia hebrea riquería nativa, en las tierras de Judea.
Gracias al consumismo alentado por los folletos, la tele, la radio o los idiotas chistosos de RPP, el nacimiento del Dios encarnado de los católicos se convierte, al final, en una Barbie con cara de zorra, un peluche que llamará a todos los ácaros o una alhaja que al revolucionario de Galilea que dormía en un pesebre (pesebre: cajón donde comen las bestias, DRAE) hubiese indignado como ostentación y frivolidad.
No sólo hay papanoeles sudando la gota del subempleo sino nieves de farsa, trineos jamás vistos en el subtópico y -voy a vomitar- mensajes publicitarios donde las cosas que se venden pretenden ocultarse en una maleza de palabras beatíficas. Uno se acercará a Dios sacando el dinero plástico, comprenderá la inmaculada concepción entrando a un Ripley en día de gangas, repetirá el milagro de los panes y peces multiplicando su capacidad de endeudamiento, alabado sea el Señor. Y en la publicidad de canal 2 saldrá Lúcar con cara de discípulo y Beto Ortiz con expresión de estar pensando en un guardia suizo de la basílica de San Pedro.
RPP, la radio que más cerca estuvo de Fujimori, también nos habla del espíritu de la navidad y el mismo locutor que nos hace tomar la cerveza de todos los peruanos hasta que nos den diablos azules nos llama ahora a ver los copos de nieve de la publicidad, la bolsa de los repartos compasivos y el mensaje de Cristo comprimido en una tarjeta del Scotia Bank, sucursal del paraíso jamás perdido y siempre encontrable si uno tiene el efectivo suficiente.
-Jojojojó -gruñen los avisos antes de decirnos que en tal tienda por departamentos ha nacido un Jesús a transistores y unos renos con chips que llegan a volar y mordisquear el pasto de tartán donde tan bien simulan.
Luego están las señoras que se dedican a la caridad -que es la justicia por sorteo-, los escuadrones regalones, las campañas de los descuentos nazarenos, la maratón de la felicidad, la misa del gallo, la cena que ojalá fuese la última, la tranca pagana y la resaca herética que sólo San Alka (Seltzer) podrá quitarte con una imposición de burbujas.
Y todo para recordarnos a un personaje que se enfrentó a todo aquello que hoy lo celebra. Un personaje que hubiese despreciado su cumpleaños si hubiese visto en qué habría terminado la leyenda maravillosa esa del establo, la fe en los pobres y el ojo aquel de aguja por donde pasaría antes un camello que un rico indolente.
Dicen que no había en Chile navidades más tiernas que las que celebraban los Pinochet-Hiriart. Junto a un árbol nevado con una especie de caspa cara, frente a un nacimiento donde una pequeñas bestias motorizadas mugían o balaban, detrás un Papa Noel que cantaba un himno alpino, la familia Pinochet-Hiriart recordaba las bendiciones recibidas por Escrivá de Balaguer, el Papa en persona y el cardenal Raúl Silva Henríquez. El comunismo ateo había sido derrotado. Hasta el agnóstico Friedman aprobaba lo hecho. Por la chimenea de esa casa, en las estribaciones de los Andes, Noel, el escandinavo, bajaría a dejar a los nietos de Pinochet todos los regalos que podían hacerlos más felices aún. Amén.
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